
A cada vuelta del tambor de la
lavadora los billetes iban
destiñendo. El color tenía ya un tono más realista y el desgaste que el
centrifugado produciría en las fibras de papel haría el resto. Una vez secos
solo un experto prevenido podría distinguirlos. Pero otra vez, cuando el reloj
volvía a marcar 3:03 para finalizar el programa, el agua se fue tornando
carmesí. En pocos segundos el ojo del aparato mudó a un opaco rojo sangre, como
el de una rata blanca. Entonces recordó que mientras retorcía los dedos de su
socio para hacerse con las planchas, este expiró con una desconcertante
carcajada.
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