No recuerdo la fecha exacta, y no quiero poner una al azar porque en este relato quiero ser fiel a la realidad (tanto como lo puedan ser la memoria y sus recuerdos). Sé que fue a comienzos de 1.992 y por mi estado de humor bien podría ser el 20 de enero, mi particular Blue Monday de ese año.
Esa
tarde me sentía tan solo y aislado como el tipo que inspiró las canciones de
Simon & Garfunkel. Tendría que repasar el horario, pero por el escaso aforo
que quedaba en el aula, debía de ser en el intermedio entre Historia del Derecho
y Derecho Natural. Había unos veinte estudiosos estudiantes sentados en las dos
primeras filas. Tras ellos unas cinco o seis hileras más despobladas que un
campo de minas y otros tres o cuatro alumnos diseminados entre los últimos
asientos de una sala con capacidad para más de ciento cincuenta. En la última estaba
yo, tan lejos del profesor como me era posible. Para ahorrarle la incomodidad
de ver su propio libro fotocopiado, confiando que su miopía ocultara mis
incontenibles bostezos y hasta mi generosa masa corporal en el aciago momento
en el que se atreviera a lanzar una pregunta al azar ¿Iusnaturalismo inclusivo?
¡Por supuesto! ¿Puedo ir antes al baño?
Pero
sobre todo me estaba alejando de las tres únicas personas que conocía en la
Facultad. “Paco el Heavy” y “ElMíguel” fueron los únicos compañeros de mi clase
de instituto que, como yo, decidieron empezar a estudiar Derecho mientras decidían
que demonios hacer con sus vidas. Y luego estaba "Church", un madrileño que se
llamaba Jesús pero que había adoptado el nombre del gato de Cementerio de
Animales (Muchas gracias Church, por presentarme a Stephen King y por las pesadillas).
Los tres me propusieron un planazo para el 13 de mayo: Ir al concierto de Dire
Straits en Madrid, dormir en la gatera de Church y pasarlo en grande por ahí. La
gira más grande, la más espectacular y… la última del grupo con el mejor
directo de la historia. Yo les dije que no me apetecía cuando aún era posible
pillar entradas (porque en esa época era un cobarde sin autoestima y un
gilipollas integral) y les terminé odiando porque no me insistieron/coaccionaron/amenazaron
como lo hubieran hecho unos amigos de verdad.
Así
estaba yo esa tarde, compadeciéndome de mi propia estupidez mientras dibujaba sobre
la formica verde del pupitre el ser más repugnante que mi imaginación fuera capaz
de imaginar, para no ver como mis únicos amigos se reían a lo lejos, al otro
lado del campo de minas, como se reían sin mí. Así estaba hasta que alguien me dijo:
–Disculpa, solo quería decirte que me gustan mucho tus dibujos. Te vengo
observando desde hace tiempo y creo que dibujas muy bien.
No
estaba muy orgulloso del calamar araña que tenía entre manos, pero el tiburón
con garras de buitre de la mesa de al lado y la vagina escorpión que había tres
asientos más allá no estaban tan mal. Antes de alzar la mirada hacia a mi
interlocutor, como lo hubiera hecho una persona educada, miré a los lados y me
percaté que mis criaturas decoraban la mayoría de los puestos de la última fila
de la clase, una especie de circo de los horrores ambulante que dejaba en muy
mal lugar a mi civismo y al servicio de limpieza de la facultad.
La
primera vez que vi a Antonio Fuentes me quedé embobado. Pensé que Jon Bon Jovi,
con su media melena rubia/perfecta, había dejado tirado a su grupo y a un
puñado de miles de fans, solo para pasarse un rato por la Facultad de Derecho
de Murcia a alabar, en perfecto castellano, mis bocetos de engendros Lovecraftianos.
–Me llamo Antonio José Fuentes Martínez –me dijo, mientras escribía sus iniciales, AJFM, en mayúscula, con tipografía alargada y un toque Hard Rock, que enmarcó dentro de un cuadrado perfecto– ¿Ves? AJFM, como una cadena de radio.
Y con ese gesto consiguió grabar su nombre en mi
memoria. Yo, que necesito de media unos dos años y mil trescientas repeticiones
para lograr retener el nombre de una persona recuerdo desde el primer día su
nombre y sus iniciales. Y ese cuadrado permanece tan indeleble en mi memoria como
en la esquina del pupitre donde lo dibujó hace treinta años, pese a las tres
mil pasadas de bayeta amoniacada que habrá tenido que soportar.
–¿Te gusta U2? –me preguntó– ¿Qué te parece su
último disco?
Pese a que ya se había presentado, yo seguía
dudando de su identidad. No existían tipos así, tan amables y atentos, con esa
dicción y esos rasgos tan perfectos. Y si existían no se paraban a hablar con alguien
como yo, que con dieciocho años pesaba unos ciento veinte kilos, tenía la barba
más cerrada que el archienemigo de Popeye y unas entradas más pronunciadas que
el Vejeta de Dragon Ball. Me recuerdo como una especie de Leatherface sin careta
que solía ir clase en chándal cuando los chándales estaban lejos de ser una
opción agradable a la vista.
–Los tengo un poco aborrecidos –creo que le
contesté, cansado de escuchar en la radio la santísima trinidad del “The Joshua
Tree”.
Al día siguiente me trajo un CD del Achtung Baby
que U2 acababa de publicar (el 19 de noviembre de 1.991). Un CD original, casi
a estrenar, con su libreto impoluto a todo color, que necesariamente debía de
ser una de sus posesiones más preciadas. Y me lo dejó a mí, un desconocido con
pinta de sociópata de dedicaba a pintarrajear las mesas de la universidad pública
con retorcidos engendros adornados de pústulas sanguinolentas.
Y la semana siguiente me prestó el Use Your Illusion I de Guns N’ Roses (publicado el 17 de septiembre de 1.991), y la siguiente el Use Your Illusion II, y después el Appetite for Destruction… Cuatro de los mejores discos que he escuchado en mi vida me los dejó él ese mes.
Porque Antonio era así, tan generoso y atento
que decidió ser mi amigo cuando más necesitaba un amigo.
Recuerdo que me salté una clase (o dos) para pasarme por la casa de mi amigo Víctor (a veinte metros de la facultad)
para escuchar el Achtung Baby antes de volver a casa. Y los primeros
compases del Zoo Station quedaron tan grabados en mi vida como las iniciales de
Antonio.
Mi peregrinaje al hogar solía durar una hora y media:
un cuarto de hora hasta la parada de autobús de la Cruz Roja, tres cuartos de
hora de autobús atestado hasta Torreagüera y otra media más de paseo por
caminos de huerta sin iluminar. Esa tarde/noche me sentí como el custodio del
Grial, pues llevaba en mi alforja un tesoro que me había confiado un tipo que, sin
ser un príncipe, tenía porte principesco, vivía en un castillo (el Cuartel
de Guardia Civil de Murcia) y que en vez de jugar al fútbol o al baloncesto, practicaba
esgrima.
¡Lo de este tío es alucinante! Pensé mientras
escuchaba a toda hostia el One en el salón de casa. Machacado en las comparaciones,
pero contento de tener un nuevo amigo. Un buen amigo.
Y así hasta el pasado 15 de abril de 2022, más
de treinta años de amistad, que seguirá por siembre y hasta más allá de le
eternidad, porque si algo tiene la amistad es que forma parte de nuestro patrimonio
inmaterial y no está sujeta a las jodidas leyes de la caducidad.